TEXTO PARA EL CLUB DE LECTURA
Aquí tienes el texto que deberías leer si quieres participar en el club de lectura del próximo 28 de noviembre...
Ese
fuego invisible
Mi
abuelo José se pasó toda su vida emborronando páginas. Apenas
salía de una habitación que olía a paquetes de folios recién
abiertos, como si el mundo «real» le diera miedo y sólo se
sintiera a salvo rodeado de sus creaciones, en el silencio de su
estudio. Por supuesto, nunca me dijo qué hacía con exactitud en
aquel despacho. Seguramente pensó que no lo entendería. O no supo
cómo explicármelo.
Uno
de esos remotos días en los que aún creía que podría ser como él,
el abuelo dejó entrever algo sobre la naturaleza de su trabajo que
me estremeció. Ocurrió por accidente. Me sorprendió donde no
debía. —Así que te gusta espiarme —refunfuñó al descubrirme
agazapado bajo el escritorio en el que trabajaba. Por suerte nunca
supo que llevaba desde el viernes anterior oyéndole pasar a limpio
el manuscrito de su novela El
alma del mundo —.
¿Qué diablos piensas que vas a encontrar ahí abajo?
El
abuelo, que tenía unos ojos enormes y unas cejas blancas y salvajes
que hablaban al arquearse, me taladró con la mirada. Parecía
enfadado.
—Yo,
yo... —balbucí entre toses—. Yo no...
—Sal
de ahí. Vamos. Ese
fuego invisible
Mi
abuelo José se pasó toda su vida emborronando páginas. Apenas
salía de una habitación que olía a paquetes de folios recién
abiertos, como si el mundo «real» le diera miedo y sólo se
sintiera a salvo rodeado de sus creaciones, en el silencio de su
estudio. Por supuesto, nunca me dijo qué hacía con exactitud en
aquel despacho. Seguramente pensó que no lo entendería. O no supo
cómo explicármelo.
Uno
de esos remotos días en los que aún creía que podría ser como él,
el abuelo dejó entrever algo sobre la naturaleza de su trabajo que
me estremeció. Ocurrió por accidente. Me sorprendió donde no
debía. —Así que te gusta espiarme —refunfuñó al descubrirme
agazapado bajo el escritorio en el que trabajaba. Por suerte nunca
supo que llevaba desde el viernes anterior oyéndole pasar
—Yo...
—repetí con miedo y a punto de echarme a llorar—: ¡Yo sólo
quería saber de dónde sacas tus historias, abuelo!
Mi
excusa, lo recuerdo bien, lo dejó estupefacto. Me obligó a que le
repitiera aquella frase un par de veces y se frotó los ojos, no sé
si sorprendido o consternado.
—¿Que
de dónde saco mis historias? —Al fin reaccionó.
Don
José Roca agitó entonces las manos sobre el teclado de su vieja
máquina de escribir y, pensativo, permitió que mi interrogante
flotara en la nada durante unos segundos. Después sus pupilas
relampaguearon. Y luego, haciendo trizas el aire de gravedad del que
solía envolverse cuando escribía, soltó una carcajada.
—Eso
por lo que me preguntas es todo un misterio —tronó repentinamente
divertido—. ¡Es el secreto más preciado de un escritor! ¡Mi
secreto!
Su
enfado se había disipado de golpe, como a veces hacían las
tormentas de verano sobre los acantilados de Moher. Para mi alivio se
levantó de la silla, se alejó de donde yo aún estaba en cuclillas
y se paseó por la estancia balanceando su enorme cuerpo hacia la
estantería más cercana.
—Dime,
¿cuántos años tienes ya?
—Nueve.
Casi diez —respondí.
Con
un gesto me obligó a salir de mi escondite.
—Bien,
bien. Ya eres mayor. ¿Cómo no me he dado cuenta? Cuando cumplas los
diez te leerás este libro y empezarás a buscar en tu interior
de dónde vienen
las historias —añadió tendiéndome un volumen encuadernado en
piel que acababa de tomar entre las manos—Así no olvidarás nunca
el secreto de un buen relato.
—¿Esto
es para mí? ¿En serio, abuelo? —dije, con emoción ante aquel
regalo.
—Muy
en serio. Aunque tienes que prometerme que lo leerás.
—Y
si lo leo, ¿podré atrapar historias como haces tú?
El
abuelo volvió a reír, seguramente imaginándose a sí mismo
atrapando cuentos como si fueran mariposas.
—Eso
dependerá del empeño que pongas —susurró—. Escribir es buscar.
Un día lo entenderás. Si alguna vez te conviertes en escritor, te
pasarás la vida buscando. De hecho, nunca dejarás de hacerlo.
Jamás.
—¿Buscando
qué, abuelo? —¡Todo!
El
volumen que me confió aquella tarde fue una vieja edición de El
forastero misterioso,
de Mark Twain. En realidad, se convirtió sólo en el primero de la
pequeña colección que iría regalándome hasta el día de su
muerte, de eso hace ya más de una década. Aquel tomo, sin embargo,
siempre fue el más especial. Era algo parecido a una autobiografía
novelada, un disfraz tras el que el padre de Tom Sawyer se presentaba
como una suerte de ángel que se aparecía a un puñado de muchachos
—una clara metáfora de sus lectores— a los que les desvelaba los
secretos que mejor le convenían. El forastero, por supuesto, tenía
mucho del propio Twain. Pero también algo que no era él. Había en
su personaje un matiz siniestro, acaso maligno. Años más tarde
descubriría que Twain creía haberse desplomado del cielo durante el
paso del cometa Halley en 1835. Y no lo decía en broma. Nació en
noviembre de aquel año. Presumía de ello siempre que tenía
ocasión. Por supuesto, nadie se tomó en serio aquel chascarrillo
hasta que, por un extraño azar cósmico, Mark Twain falleció justo
con el retorno de su querido viajero celestial en 1910. Era evidente
que se lo llevó el mismo cometa que lo había traído. Entonces, ¿de
verdad fue un enviado del cielo? La duda se incrustó en mi mente
infantil. En las primeras páginas de El
forastero misterioso
él mismo definía a su protagonista —un extranjero llegado de
ninguna parte, capaz de adelantarse al tiempo y que trataba a los
humanos cual figurillas de un belén— como «un visitante
sobrenatural llegado de otro lugar». Y justo esa línea había sido
subrayada con lápiz rojo por el abuelo. Fue la única marca que
encontré en todo el libro. ¿Un visitante? ¿Y qué diablos quería
decir eso? ¿Es que Twain se sentía un marciano? ¿Un ángel caído,
tal vez? Mi imaginación se disparó. ¿Y el abuelo? ¿También era
acaso uno de ellos? Se lo pregunté, claro está. Pero apenas me
respondió con un puñado de evasivas que entonces no entendí.
—Cuídate
de los forasteros misteriosos. Son terribles. Siempre acechan.
Siempre. Aquella lectura me dejó un regusto que duró años. Una
acidez extraña, penetrante, que se multiplicó en cuanto supe que
ese libro fue el último que Twain escribió antes de morir. Por su
culpa, anduve haciéndome preguntas absurdas durante toda la
adolescencia. Interrogantes que, cobarde, ya no me atreví a
trasladar más veces al abuelo. ¿Se sentía así también él? Como
un extraño de otro mundo. ¿Sacaban Twain y él sus historias de
esos «otros lugares» de los que creían venir? ¿Era ésa la fuente
secreta de la que bebían? No es de extrañar que tras leer la
dichosa novela un par de veces más llegara a la conclusión de que
los escritores son una especie de oteadores de lo invisible. Su
trabajo, cuando es noble, consiste en actuar de intermediarios entre
este mundo y los otros. Las vidas de algunos autores confirmaron esas
sospechas. Philip K. Dick, por ejemplo, no tuvo complejos en admitir
que había hollado esos «otros mundos». Edgar Allan Poe tampoco. De
pronto advertí que mis autores favoritos comulgaban con esa idea.
Admitían sin complejos que la dimensión invisible de la que
abrevaban, lejos de ser una mera invención, era tan infinita y real
como las estrellas del universo. Creo que por eso siempre me dio
tanto respeto el acto de escribir... y llevaba tanto tiempo
evitándolo.
El
fuego invisible,
Javier Sierra
Adaptación
Que interesante texto. Encontré este blog porque buscaba Estantería Industriales. Aunque no tenga mucho que ver me alegro ya que, los libros están relacionados con las estanterías.
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